La teoría aburre. Podría limitarme a describir los cuatro o cinco puntos por los que creo que quemamos a nuestros empleados de primera línea, pero seguramente no te llevarías nada de este post. En lugar de eso, lo haremos de la forma en que los humanos siempre hemos aprendido: mediante historias.
Hagamos una hoguera mental y contemos una historia real.
Corría el año 2006. El protagonista de esta historia es Manuel, y trabaja en el departamento de atención al cliente en el call center de una empresa de telecomunicaciones. Su trabajo rutinario es ir, atender llamadas durante cinco horas sobre problemas con la facturación o incidencias y despachar las llamadas en menos de cuatro minutos.
Esa tarde le entra una llamada de Rosa, una señora mayor de un pueblecito de Jaén. Le cuenta que lleva dos semanas esperando que un técnico la visite porque no tienen internet.
— Mira -dice Rosa con humildad-, a mí no me importaría esperar más. Mi problema es que mi hijo ha hecho las oposiciones a Guardia Civil y tiene que saber su nota, porque si ha aprobado debe irse a otra ciudad y hoy es el último día.
(Nota: aunque parezca mentira, en 2006 los teléfonos eran de botones, conectarse a internet desde un móvil era un auténtico lujo y las webs, como es lógico, solo tenían versión de escritorio)
En estos casos el protocolo era claro: se debía transferir la llamada al departamento de soporte técnico en Bucaramanga (sí, en Colombia) para que ellos lo gestionen. Manuel ya no podía hacer nada más por Rosa… ¿O sí?
En ese momento surge la magia cuando Manuel deja de pensar en lo que se supone que puede hacer y se centra en resolver el problema de Rosa, aunque eso implique ir más allá de lo que se le pide. Si a Rosa le preocupa la nota, ¿por qué no ayudarla con eso? ¿Y si se la dice él?
Pero cinco años en ese trabajo, en una empresa tan rígida y jerarquizada, generan mucho miedo en las personas cuando hablamos de ir un punto más allá y hacerse responsables. Así que, antes de decirle nada a Rosa, decide hablar con Paco, su supervisor, y contarle su idea. Paco se limita a escucharle con cara de qué-has-fumado, se encoge de hombros y le dice: «si lo haces que sea bajo tu responsabilidad» (en el fondo Paco también tiene miedo).
Manuel vuelve a su sitio, se coloca los cascos y le cuenta la idea a Rosa, que accede encantada. Entonces apunta los datos para hacer la consulta y le asegura que la llamará en unos minutos desde su teléfono personal (allí no se permite hacer llamadas, solo recibirlas). Sin perder más tiempo, entra en la web donde se publican las notas, encuentra el resultado y llama Rosa. Final feliz: su hijo ha aprobado y Rosa no cabe de felicidad en sí misma.
Moralejas y otras reflexiones
Mi punto de vista con esta historia es que todos podemos tener empleados como Manuel si creamos las condiciones que hagan posible. Las condiciones que rodeaban a nuestro protagonista desde luego no favorecían este tipo de implicación, pero hubo un momento de magia en que se alinearon una serie de factores que hicieron posible que se ofreciera una experiencia de cliente digna de los mejores.
Veamos cuáles son 4 de los factores que pueden guiarnos a historias con finales felices o, en caso de asuencia, a auténticos finales de terror.
Confía en tus empleados
Si quieres que tus empleados sean responsables, no los trates como si fueran niños; trátalos como adultos. Y esto pasa por falta de confianza. Porque predomina un estilo de gestión psicótico y paranoico, como si todo lo tuviéramos que controlar porque el sentido común es algo que poseen en exclusiva los mandos medios y altos, pero no el resto. Por eso piensan que tienen que encorsetar a las personas con qué decir o cómo actuar para que no metan la pata.
En la historia de Manuel paso algo increíble: Manuel y su supervisor olvidaron los años de condicionamiento y se atrevieron a ir más allá. Manuel se atrevió a proponer algo «disparatado» y que se salía completamente de la estructura rígida de la empresa; y su supervisor, aunque eximiéndose de responsabilidad, confió en Manuel. Todos sabemos que empoderar a los equipos y darles autonomía es bueno, pero primero debemos confiar en ellos. Si confiamos en las personas, nos sorprenderán, porque se comportarán como adultos.
Elimina las barreras
Está genial hablar de confianza y autonomía pero, ¿nuestro sistema de gestión permite realmente que se pueda llevar a cabo esta autonomía? Muchas empresas quieren mejorar la experiencia de cliente y creen que la clave está en sus empleados, pero lo que ignoran es que, en la mayoría de los casos, son los procesos los que hacen que las personas no den lo mejor de si mismas.
A esto me refiero con eliminar las barreras. En la historia la barrera está muy clara: cuando Manuel asumió la responsabilidad y aseguró que llamaría a Rosa, no pudo hacerlo desde el teléfono del call center, porque estaba terminantemente prohibido (supongo que pensarán que, al ser como niños, podrían llamar a sitios raros); tuvo que llamar a Rosa desde su teléfono personal.
Si quieres que tu equipo de lo mejor, no olvides eliminar las barreras.
Mide lo que quieras mejorar
Manuel tenía que despachar llamadas en cuatro minutos, lo que no es mucho tiempo si consideramos que mientras se toman los datos del cliente, se introducen en el sistema y explica el motivo de la llamada, han pasados dos minutos. Por suerte Manuel se olvidó de sus cuatro minutos y se extendió mucho más (eso sí, consiguiendo un impacto en el cliente valiosísimo a un coste ridículo).
Tiene sentido que se mida el tiempo de llamada o las problemas resueltos en una sola llamada, pero sí queremos mejorar la experiencia de cliente, tenemos que ser flexibles para saber cuándo no hacer caso al tiempo máximo por llamada. Por cierto, esto no se logra si no confiamos en el sentido común de nuestra primera línea para saber cuándo saltarse el protocolo.
Hace poco llamé a Movistar por una incidencia y me atendió una chica muy amable que no me pudo solucionar mi incidencia y tuvo que solicitar un técnico. Al finalizar la llamada me pidió que valorara exclusivamente su atención. Pero esto a mí eso no me valía, porque mi objetivo como cliente no era llamar y que me atendiera alguien amable, sino llamar y que me solucionaran mi problema. La amabilidad está por descontado.
Las empresas tratamos de dividir la experiencia en trocitos para medir lo productivo o lo bueno que somos, pero el cliente ve un todo. Es decir, atención+tiempo+esfuerzo+solución=experiencia. Dividirla así no tiene sentido, porque la experiencia no es resultado de la simpatía, sino de todo el proceso. Se deberían de asociar la experiencia del cliente con grupos funcionales de principio a fin, no como si fuera una cadena de montaje.
Escucha a tus empleados (pero de verdad)
Estar en la primera línea de atención al cliente es un trabajo duro. Estamos en contacto con muchos problemas del cliente en los que, como persona, empatizamos con ellos, pero, como empleado, no podemos ir siempre más allá porque representamos a una compañía con intereses. Este gap causa frustración en la primera línea, porque queremos ayudar, pero no podemos ir más allá.
La forma de aliviar esta frustración en nuestros empleados es tener una vía abierta de comunicación con ellos. Si les escuchamos cuando nos informan de un problema y de verdad lo tenemos en cuenta, ellos nos contarán más y más, se desahogarán, abrirán las posibilidades de mejoras y sentirán que tienen el poder y la responsabilidad de hacer las cosas bien.
Sin embargo, si el canal de comunicación es muy jerarquizado y no se hace nada por solucionar lo que va mal o lo que puede ir mejor, el trabajador poco a poco se va sintiendo más aislado, como abandonado a su suerte… y se va quemando.
En conclusión…
Tenemos que empezar a ver a los empleados de primera línea como lo que son: nuestros ojos, boca, oídos y manos. Toda la empresa debe estar lista para servirles a ellos, porque en esa primera línea es donde se hace realidad el valor que das al cliente. Es en el momento de contacto empresa-cliente (de la mano de la primera línea) donde ponemos la guinda de oro al pastel que hemos cocinado entre todos.